EL TALENTO NO EXISTE
El talento es algo bastante corriente. No escasea la inteligencia, sino la constancia. Doris Lessing.
El talento, o incluso la ausencia de él, es el refugio perfecto para la pereza. Pla
ntéate esta simple fórmula: Si al talento natural, de unos pocos privilegiados, le sumamos el trabajo, probablemente tengamos un genio. Si sacamos de la ecuación el trabajo, pero eliminamos el talento, quizá tengamos un magnífico profesional. Si lo que eliminamos es el trabajo, muy posiblemente no tengamos absoluta
mente nada.
Por mucho que Picasso dijese aquello de «espero que la inspiración me pille trabajando» y lo repitiesen otros unos cientos de veces más, seguimos creyendo, en el mejor de los casos, que se trata de la falsa modestia del artista para hacer crecer su vanidad.
No es así. No es que no escribas porque no sabes de qué escribir, ya que la inspiración te esquiva. No sabes de qué escribir porque no escribes.
Decía Marguerite Duras que escribir es intentar saber qué escribiríamos si escribiésemos. También aseguraba Carver que Isak Dinesen recomendaba escribir un poco cada día, sin esperanza y sin desesperación. Algún día lo anotaré en una tarjeta, decía, y lo pegaré en la pared al lado de mi mesa. Quizá tú también deberías hacerlo.
Hace poco, en un retiro de escritura, que organicé junto a mi amigo el poeta y gestor cultural Gonzalo Escarpa, en el que durante tres días convivíamos en una casa rural con escritores y aspirantes a escritores a los que ambos impartíamos talleres y con los que cambiábamos impresiones sobre nuestro proceso de escritura, comentaba Gonzalo en la cena de bienvenida que la escritura tiene mucho de fe, de creer que es posible, de trabajar incansablemente la frustración. No puedo estar más de acuerdo con él.
Es obvio que hay personas más talentosas o con una capacidad natural más desarrollada para una determinada actividad, entre las que se encuentra, por qué no, la escritura. Pero personalmente no conozco a ningún escritor de verdad que haya apostado la creación de su obra simplemente a la llegada de las musas.
Escribir, como cualquier otra actividad, requiere de práctica y la práctica solo se adquiere mediante la repetición y la observación. En este caso, la escritura y la lectura. Sí, te lo repetiré hasta que te aburras de escucharlo durante todas estas páginas.
Escribir es un trabajo como cualquier otro, más allá de que pertenezca o no a ese espacio difuso que consideramos el arte, y que deberíamos empezar a desmitificar en primer lugar los que lo practicamos.
¿Imaginas que por un momento un fontanero no fuese capaz de reparar la cañería porque ese día no se encuentra inspirado? ¿O un cirujano decidiese que no va a operar al paciente porque no han acudido a él las musas que le permiten realizar el trasplante con garantías?
Sería absurdo, ¿verdad?
El trabajo de un escritor consiste en pasarse horas frente a la pantalla en blanco, tecleando y borrando hasta que surjan las ideas.
No deberíamos pasar por alto que el principio es la mitad de todo y una frase pésima vale más que un papel en blanco.
Te contaré algo que me parece que es bastante ilustrativo y desmitifica la leyenda de la inspiración. Durante algún tiempo de mi vida estuve realizando guiones por encargo para pequeñas productoras, en su mayor parte vídeos promocionales y documentales de carácter social. Probablemente, nada que pueda ser valorado desde el punto de vista de la calidad artística. Sin embargo, no menosprecio el trabajo por encargo. Cuenta al menos con dos puntos a su favor: te lo pagan (algo que no siempre sucede en este mundillo) y te da escuela.
Los guiones tenían un plazo de entrega y debían estar en la mesa (léase bandeja de correo) de la productora en una fecha determinada. Nadie se inmiscuía en cuánto tiempo empleaba en escribirlos ni mucho menos en qué horario los escribía. O si lo hacía borracho o sobrio, en pijama o vestido. Simplemente debían estar finalizados en la fecha impuesta y con la calidad suficiente para poder ser rodados.
La mayoría de las veces procrastinaba (me encanta ese verbo, que no es exactamente igual que vaguear) con la excusa de que no me venía a la cabeza ninguna idea genial que reflejar. La idea abstracta del guion me superaba y paralizaba lo concreto. Por lo que siempre había algo mejor que hacer mientras no acudiese la inspiración: limpiar el baño, comida para el día siguiente, ordenar los armarios, reparar algún pequeño desperfecto en el hogar, ordenar las carpetas y el escritorio de mi ordenador...
Así, pasaban los días, hasta que quedaba muy poco plazo, quizá una semana o quince días, dependiendo del tamaño del guion. Me gusta ese silbido que dejan las fechas de entrega al pasar, dijo alguien. Y es cierto. Las fechas de entrega son un maravilloso antídoto contra la excusa del talento y de la inspiración. Entonces no me quedaba otro remedio que ponerme a teclear si quería llegar a tiempo y que me volviesen a contratar. Y desde luego, el pago de las facturas dependía de ello.
Era curioso cómo a las musas, que durante semanas se habían negado a aparecer, no les quedaba otro remedio que acudir apresuradas todas juntas. Lo abstracto dejaba paso a lo concreto; palabras que tomaban forma en un papel con mejor o peor fortuna, pero que se convertían en pequeñas piedras que empezar a pulir.
En una conversación que tuve con el periodista y escritor Manuel Jabois contaba que en sus comienzos en el Diario de Pontevedra se veía obligado a rellenar páginas y páginas de un periódico diario en una ciudad de provincias en la que nunca pasa nada relevante, por lo que cuando le contrataron en los diarios nacionales, lejos de tener presión, tenía la sensación de que no tenía ninguna excusa para no poder escribir un buen artículo diario y además de una noticia más o menos potente.
Así que deberías dejarte de excusas, pegar el culo a la silla y ponerte tus propias fechas de entrega y tus propios objetivos. Empieza por ese, por el de no levantar el culo de la silla y teclear. ¿Sobre qué? Da igual, teclea lo primero que se te pase por la cabeza, abre un libro y roba una frase de inicio al azar, describe una escena que hayas visto en una cafetería o en el autobús, algo que te haya llamado la atención. Al principio quizá no te salga nada decente. Pero verás cómo con la rutina de los días las cosas mejoran y la propia escritura se conecta y llama a la inspiración. Escribir es intentar saber de qué escribiríamos si escribiéramos, ya te lo ha dicho la señora Duras.
Y cuando lo hayas averiguado, no lo sueltes y mantén el pulso firme o, ahí sí, las musas decidirán abandonarte.
Quizá sea una buena idea, como recomendaba Hemingway, dejar a medias una escena o un párrafo que sabrías como terminaría. Así al día siguiente tendrás un lugar por donde continuar. También imponerte un número de palabras diario, entre 500 y 1000 no es una mala cifra cuando uno empieza.
Del libro El arte de narrar. David Vicente. Editorial Almuzara 2022.
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